Estaba expectante, éramos unos 50, el ascensor se abrió y comenzamos a entrar. Ese ascensor nos elevaría alrededor de trescientos metros, unos cien pisos del enorme edificio que se levantaba en la Plaza C@t@luni@ de Kuching en Malasia, donde mi familia había emigrado desde Barcelona hacia unos 40 años. Ya estábamos todos dentro cuando una alarma comenzó a sonar y en las pantallas del ascensor apareció un rostro y una señal por todos conocida, una mano con el pulgar hacia abajo. Había una persona “non grata” entre la cincuentena de almas que pretendíamos subir, la foto del susodicho apareció en las pantallas y un montón de manos comenzó a señalar a su portador, ni un segundo después un policía se acercó al ascensor y se lo llevó esposado, seguramente tan solo sería por no pagar alguna multa de aparcamiento, lo retendrían unas horas.
Además el ascensor estaba dotado de SDAA (Sistema de Detección de Acceso a las Alturas), como casi todos desde el atentado de Burj Khalifa, el que fuera el edificio más alto del planeta, perpetrado por integristas cristianos.
Allí estábamos, en el piso noventa y ocho, la ciudad se perdía a nuestros pies ya que la pared era totalmente transparente, pasamos a una sala repleta de ordenadores de ultimísima generación con una pantalla táctil y flotante delante de cada asiento, las pruebas estaban a punto de comenzar.
Gracias a mis tres carreras, ocho másters y cinco postgrados me sentía preparado para afrontar cualquier examen, aunque suponía que los demás también estarían sobradamente preparados, pero confiaba en mis posibilidades después haber competido contra diez mil personas en los últimos dos meses, los que allí quedábamos éramos la elite y cualquier empresa estaría encantada de contarnos entre sus empleados. Las pruebas que duraron catorce horas incluían: cultura general desde el punto de vista chino-africano, un análisis de la situación mundial después del gran guerra del 24, cálculo adiferencial basado en la teoría de superjuegos estocástica, conocimiento de nuevas especies de mutación rápida aparecidas en las cercanías de las centrales nucleares, centenares de puzles lógico-matemáticos y pruebas de estrés de la personalidad hasta hacernos llorar, rogar, patalear y suplicar que se acabaran.
Acabamos extenuados, había mucho en juego, un puesto de trabajo en la mayor compañía energética del mundo no era algo habitual ya que normalmente se heredaban de padres a hijos. Este era un caso excepcional el anterior chico de los cafés, que murió con cincuenta y nueve y que ya era todo un anciano, nunca se casó, el sueldo no le dio para eso.
¡Qué suerte tuvimos!